Fuente: ACDV Editorial – Opinion (versión original en español)
Autora: Michèle Mouafo
5 de noviembre de 2014
Traducción: Ilse Luraschi por ACDV
Al menos una vez en la vida, todos hemos experimentado ese inmenso sentimiento de impotencia y frustración por un acto que no cometimos, pero que se nos ha imputado. Una situación en la que por más que se proclame la inocencia a quien quiera escucharla ésta caerá siempre en oídos sordos. Un sentimiento tanto más penoso cuando las acusaciones son graves.
Esta intriga es bien conocida y repetida en el campo cinematográfico: un hombre injustamente acusado de un crimen que no ha cometido trata de probar su inocencia. Inevitablemente atrae nuestra atención y simpatía debido a ese sentimiento notable de injusticia descrito anteriormente y con el cual todos podemos identificarnos: uno se indigna ante los responsables y se conmueve con la valentía del protagonista. No obstante, se cree terminar con la ficción al salir del cine o al apagar el televisor.
La historia de Alfonso Martín del Campo Dodd no es el fruto de la imaginación desbordante de un talentoso escritor que se gana la vida haciendo vibrar las fibras sensibles de las masas populares. No es mentira ni ficción, sino pura realidad. A los 27 años, se lo acusó de homicidio premeditado de su hermana y cuñado, perpetrado durante una noche que quedará grabada para siempre en su memoria.
La versión de Martín del Campo es la siguiente: en plena noche lo despertaron los gritos estridentes de pedido de auxilio de su hermana y fue a socorrerla. En la puerta del dormitorio encontró a dos hombres enmascarados que, antes de pegarle, lo llamaron por su sobrenombre, «Chacho». Recuerda que los hombres lo llevaron a la fuerza hasta un automóvil y lo encerraron en el baúl, donde lo abandonaron y dieron por muerto, después de un accidente en la ruta. Logró liberarse con dificultad y se acercó a los primeros agentes de policía que se le cruzaron para informarles lo que acababa de ocurrir. Martín estaba seguro de la suerte que habían corrido su hermana y su cuñado.
Los policías lo acompañaron al vehículo del accidente, donde encontraron un cuchillo ensangrentado. Luego lo llevaron hasta el lugar del crimen donde esperaban otros autos policiales y ambulancias. Un joven del barrio le informó sobre el asesinato. En estado de shock, Martín del Campo fue llevado a la comisaría, donde lo condujeron al sótano y lo interrogaron. En cuatro oportunidades, repitió su versión de los hechos sin que nadie tomara nota ni grabara la declaración.
Lo que sigue es escalofriante. Un agente de policía comenzó a insultarlo y a golpearlo. «Cuéntanos cómo lo hiciste, le dice. ¿Cómo los mataste?». Luego, de común acuerdo, el grupo de agentes se puso a aporrearlo. Antes de seguir maltratándolo, lo desnudaron. Al final, le presentaron una declaración escrita, en la cual Martín reconocía su culpabilidad y lo obligaron a firmarla. Ante su negación, buscaron una bolsa de plástico. Luego de asfixiarlo y temiendo morir, Martín terminó por firmar el documento sin consultarlo, para gran satisfacción de los torturadores.
En 1993, Martín del Campo fue condenado a 50 años de cárcel por homicidio, condena que se basó en la confesión arrancada esa noche. Cincuenta años de reclusión. Irónicamente, esta cifra casi corresponde a los años de existencia de los principios fundamentales consagrados en el sistema democrático moderno a través de la Carta Universal de los Derechos Humanos (1948).
El responsable de la investigación, llamado «Galván», escribió que Martín del Campo se encontraba excesivamente ebrio aquella noche y que habría matado a su hermana y a su cuñado, porque estaba enojado con éste, debido a una factura de reparación de automóvil por un monto de 70 pesos. Nada confirma esta versión de los hechos: motivo inimaginable, tomas de sangre efectuadas la noche misma demostraron que Martín del Campo no estaba borracho. No obstante, la teoría de Galván prevaleció, a pesar de la declaración del oficial mismo que reconoció ante el Tribunal que utilizó métodos ilegales – como la tortura – para obtener la confesión.
No obstante, a los investigadores no les faltaron pistas para resolver el caso. El reflejo más elemental cuando se busca al culpable de un asesinato es preguntarse cuáles son los motivos y quién se beneficia con el crimen. Gerardio Zamudio Aldada era cuñado y socio del detenido. En un informe relativo al expediente, se menciona explícitamente que la familia de Zamudio heredó todos los bienes de Gerardio y de la compañía. Al matar a la hermana de Martín del Campo y culparlo se garantizaba que todos los bienes del difunto fuesen a la familia. La simple constatación de este hecho fue ignorada por las autoridades.
El destino de la vida de un hombre se apoya en una investigación mal hecha y realizada a las carreras, y en confesiones arrancadas por la fuerza.
Muchos otros aspectos de este expediente son deplorables. Los padres del detenido debieron dejar todo de lado para ocuparse de su hijo encarcelado. Como si perder a una hija ya no fuera una tragedia familiar suficiente… Por las violaciones graves cometidas contra sus derechos más fundamentales, se negó a Martín del Campo una reparación, bajo pretexto de que no tenía suficientes pruebas para incriminar a Galván… Como si la confesión fuese suficiente en un caso, pero no en el otro.
El derecho, fundamento de nuestras sociedades modernas, es una doctrina que se basa en la equidad. El principio mayor de la regla jurídica es la universalidad: toda persona, cualquiera sea su condición, toda entidad, toda organización están sujetos a ella. ¿Cuál es su finalidad?: evitar toda forma de arbitrariedad y poder proceder con imparcialidad total. Universalidad del derecho: en teoría.
Al leer el relato de Alfonso Martín del Campo Dodd, me invaden distintos sentimientos, entre otros: indignación, cólera, desprecio, shock, frustración, tristeza… pero lo que predomina es el sentimiento total de injusticia. El alivio es un lujo reservado a aquéllos para quienes este género de intrigas evoluciona paralelamente con la realidad. Aquéllos que pueden permitirse no pensar más en la cuestión, al salir del cine o apagar el televisor.