Fuente: ACDV Editorial
Autora: Mabel González
El 15 de mayo de 2015
¿Se puede creer en la justicia de un sistema permeado por la corrupción y la impunidad?
A lo largo de la historia se han propuesto diversos criterios e instrumentos para medir y comparar el nivel de desarrollo de una u otra sociedad. El respeto de los derechos humanos, el nivel de la calidad de vida de los ciudadanos y el funcionamiento del poder judicial, es decir, de la función del Estado de administrar justicia, han sido y siguen siendo criterios claves para determinar la capacidad de un país de ofrecer a sus habitantes las garantías y condiciones necesarias para desarrollar libremente su proyecto de vida.
Un poder judicial imparcial y autónomo es esencial para contar con un estado de derecho, en el que todos los poderes públicos están igualmente sometidos al imperio de la ley. De la misma manera, el derecho a un debido proceso, es decir, a contar con las garantías que permitan asegurar un resultado justo, pronto, equitativo y transparente dentro de un proceso, es imprescindible para satisfacer las pretensiones de justicia y mantener el orden social, beneficiando igualitariamente a todas las partes sean demandantes o demandados.
En Colombia, la rama judicial está conformada por el Consejo Superior de la Judicatura y el conjunto de instituciones u órganos de cierre de las tres principales jurisdicciones (ordinaria, constitucional, y contencioso-administrativa, conocidas popularmente como las Altas Cortes. Así, la Corte Constitucional creada en 1991 y encargada de resguardar la Constitución, la Corte Suprema de Justicia, máximo órgano de la jurisdicción ordinaria que mediante sus decisiones unifica la jurisprudencia y decide de forma definitiva los litigios, y el Consejo de Estado, responsable de dirimir los conflictos entre los particulares y la administración y al interior de la administración, funcionan en armonía según los lineamientos fijados en la Carta magna.
Muy posiblemente el nombre de Altas Cortes responde a la función de altísimo nivel que cada una de ellas ejerce y que las convierte en quizás las instituciones más importantes del país. De hecho, hasta hace muy poco tiempo, llegar a ser magistrada o magistrado de una de las Altas Cortes era ocupar una de las mayores dignidades que un colombiano puede tener. Ser magistrada o magistrado era el sueño de cualquier estudiante de derecho comprometido con la justicia, la transparencia y la excelencia y dispuesto a dedicar su vida a luchar por los derechos humanos, incluso a sabiendas de que en un país como Colombia, marcado por décadas de violencia, esto puede conllevar a la muerte.
Para nadie es un secreto que en zonas del país históricamente desprotegidas y olvidadas por el gobierno nacional y la fuerza pública, la tarea de exterminar a toda persona que pudiera ser reconocida como amenaza -incluyendo no sólo a los miembros de las guerrillas, a sus simpatizantes y colaboradores sino a cualquiera que se atreviera a ir en contra de su visión e intereses- ha sido asumida desde hace varias décadas por los grupos paramilitares y de autodefensa que se han adueñado de diferentes partes del país y logrado infiltrarse en las instituciones públicas, identificando aliados dispuestos -de manera voluntaria o por la fuerza- a apoyar su proyecto sin importar sobre quién se deba pasar ni qué se deba sacrificar.
Junto a este fenómeno, Colombia ha sido víctima y testigo de las consecuencias nefastas del narcotráfico que no sólo cobró tantas vidas, sino que permitió el surgimiento de una nueva clase social y logró influenciar decididamente la vida política, social y económica del país, sembrando un ambiente de impunidad, corrupción y miedo. Este ambiente se ha prácticamente normalizado hoy en día a pesar de las denuncias constantes de periodistas, organizaciones de la sociedad civil y de la cooperación internacional sobre, por ejemplo, las alianzas de políticos con grupos de paramilitares, narcotraficantes y/o grupos armados al margen de la ley ligados a uno de estos dos bandos o a ambos, para lograr triunfos electorales o prebendas.
Ahora bien, la corrupción no es, en medida alguna, algo que afecta únicamente a la clase política. De hecho, la cultura del dinero fácil y de la ilegalidad, la debilidad de las instituciones del sistema judicial y consecuente falta de credibilidad en las mismas, la ausencia de seguridad y garantías por parte del Estado, unidas a unas condiciones de desigualdad y pobreza rampantes, son parte de las causas de que en Colombia la posibilidad de comprar a quién sea para lograr no importa qué, sea vista con buenos ojos y utilizada a diario por una gran mayoría de la población. De hecho, uno de los « dichos » que repiten padres de todas las capas sociales a sus hijos es que es mejor ser vivo que bobo. Es decir, es mejor hacer trampa que cumplir con las reglas impuestas, pues es así como se consiguen realmente las cosas y como se logra ascender rápidamente.
Todos los días se publican escándalos que ponen en evidencia que las prácticas corruptas están inmersas en la cultura tanto del sector público como privado, afectando de manera considerable el desarrollo de Colombia, de sus instituciones y de sus ciudadanos.
Escándalo de corrupción en la Corte Constitucional
Justamente hace algunas semanas se desató un escándalo, considerado como uno de los mayores que ha tenido que enfrentar el país en los últimos años: el magistrado de la Corte Constitucional Mauricio González, denunció ante el Congreso de la República al magistrado y presidente de ese tribunal Jorge Pretelt, por supuestamente haber pedido dinero a una empresa privada para resolver a su favor una acción de tutela. A su vez, el magistrado Pretelt, en retaliación a lo que él considera como una infame calumnia, procedió a acusar días después a varios de sus colegas por haber incurrido en prácticas similares.
En consecuencia, de comprobarse que las denuncias de lado y lado son ciertas, se confirmaría que la Altísima Corte Constitucional, la que tiene como función salvaguardar la Constitución, el documento marco de todo el ordenamiento jurídico, no es más que “un nicho de corrupción rampante”, como lo señaló el periódico El Tiempo el 2 de marzo pasado[1].
El escándalo no para ahí. Rápidamente, la crisis saltó a la Corte Suprema de Justicia, en donde días después de lo sucedido, dos de los magistrados de esta Corte, María del Rosario González y Jesús Vall de Rutten, presentaron su renuncia irrevocable al cargo, aduciendo, entre otras cosas, la imposibilidad de seguir ejerciendo sus funciones y conviviendo con la presunción de culpabilidad con la que en estos momentos se están valorando a todos los jueces.
Después de esto, una de las preguntas que salta a la vista es si en Colombia es posible confiar en la justicia y particularmente en las instituciones judiciales. De comprobarse lo denunciado, es decir, de comprobarse que los funcionarios a cargo de administrar la justicia en sus más altos niveles han cobrado por fallar a favor de una u otra parte, ¿se puede realmente confiar en que esas prácticas no han permeado los otros niveles de la justicia? ¿Cuántos otros fallos habrán o están siendo comprados en estos momentos? ¿Cuántas personas se encuentran encarceladas, sin pruebas que demuestren su culpabilidad o cómo consecuencia de violaciones al debido proceso, falsos testigos o, cómo en el caso de la Corte Constitucional, de compra directa y sin vergüenza de fallos?
El caso de Judith Brassard
Judith Brassard, de origen canadiense, puede ser una de ellas. Judith, residente en Santa Marta, Colombia, desde 1994 cuando contrajo matrimonio con Felipe Rojas con quien tuvo dos hijos, Mariana y Felipe David, fue capturada el 28 de agosto de 2008 por presunta autoría intelectual del asesinato de su esposo cometido en diciembre de 2006. Una vez identificados los asesinos materiales, los cuales alegaron haber sido contratados por Jhon Osorio, el esposo de la empleada doméstica de Judith en Santa Marta, Katerine Pitre, estos dos últimos fueron arrestados y condenados a largas penas en prisión.
Testimonio Jhon William Osorio del 27 de agosto de 2008
El 27 de agosto de 2008, Jhon William Osorio se retractó de su testimonio inicial en donde se aseguraba inocente, declarándose culpable –en calidad de intermediario- del asesinato supuestamente ordenado por Judith Brassard, quien según él, sería la autora intelectual del crimen. Al ser confrontada con la versión de Jhon William, Katerine Pitre primer negó tener conocimiento alguno de que su patrona Judith hubiera contratado a su esposo para matar a Felipe Rojas, pero posteriormente se acogió a sentencia anticipada y el 1 de octubre de 2008 declaró estar enterada de las comunicaciones que sostuvieron los dos para aparentemente planificar y llevar a cabo el asesinato.
Judith fue entonces condenada, en febrero de 2009, a 28 años de prisión y al pago de dos millones de dólares por daños y perjuicios. Esta condena fue confirmada en 2010 por el Tribunal de Apelaciones y en 2013 por la Corte Suprema de Justicia, agotándose con esto todas las instancias de la justicia ordinaria en Colombia.
La confirmación de la sentencia condenatoria se llevó a cabo a pesar de que, el día 19 de diciembre de 2008, antes de dictarse sentencia contra ella, Jhon Osorio se retractó de su testimonio y de la acusación hecha contra Judith como autor intelectual del crimen. También, a pesar de que jamás se encontraron pruebas materiales sobre la planificación del asesinato ni sobre el pago por parte de Judith a los asesinos, entre otros detalles de gran importancia.
Haciendo caso omiso a la retractación y a la falta de pruebas contundentes sobre la participación de Judith en el crimen, de manera sistemática los diferentes niveles de la justicia decidieron no descartar los testimonios falsos ni explorar otras hipótesis, sino, al contrario, mantenerlos como fundamento, prácticamente único, de la culpabilidad de Judith. Desde el principio de la investigación, fue posible observar una clara tendencia de las instancias judiciales y de medios de comunicación local que rápidamente y sin el menor cuidado la vendieron al país como «la viuda negra» a presentar una imagen de una Judith interesada a toda costa en quedarse con sus hijos y con el dinero de Felipe Rojas, móvil suficiente, según ellos, para justificar un asesinato. Esta imagen fue reforzada con bastante éxito por algunos miembros y amigos de la familia de Felipe Rojas, que encontraron en Judith tal vez el perfecto chivo expiatorio para cerrar una investigación que según varias de las declaraciones presentadas tenía tintes de esconder algunos oscuros secretos.
De hecho, uno de los elementos que llama la atención al leer los expedientes del caso es la posición determinada de algunos miembros de la familia Rojas Gnecco en contra de Judith desde el primer momento, que no se detuvieron al expresar abiertamente su deseo de que fuese condenada quizá en la búsqueda afanada de un culpable, sino que habrían incluso ejercido presión sobre las autoridades poniendo en duda la independencia e imparcialidad del sistema judicial colombiano. La misma directora de la prisión de Santa Marta en el momento en que Judith fue condenada, declaró posteriormente haber sido presionada por la familia Rojas para que Judith fuera transferida a una cárcel de alta seguridad lejos de la ciudad con lo cual podrían impedir que tuviera contacto con sus hijos. Cabe anotar que, posiblemente debido a su negativa, fue despedida semanas después de sucedido el episodio.
Además, ninguna de las otras hipótesis que surgieron en el transcurso de las investigaciones fue explorada por las autoridades de manera juiciosa. Entre las hipótesis se señaló, por ejemplo, que la muerte de Felipe habría sido debido a una relación extramatrimonial que él sostenía con la esposa de un comandante paramilitar; o que habrá sido su hermano quien lo había mandado a asesinar; o que fue porque el consultorio odontológico de Felipe lavaba recursos del tráfico de drogas y debía dinero a jefes paramilitares. Debido a que en un país como Colombia cualquiera de estas hipótesis podría ser cierta, causa asombro y preocupación que las autoridades hubieran decidido desestimarlas sin mayor cuidado ni rigurosidad.
Confirmación de la condena de Judith Brassard por la Corte Suprema
Durante el procedimiento adelantado ante la Corte Suprema de Justicia para resolver el recurso de casación interpuesto por la defensa de Judith, el mismo Ministerio Público a través de la Procuraduría General de la Nación, no sólo señaló que los testimonios reina del proceso eran falsos, cuestionando la credibilidad dada por el tribunal a las declaraciones, sino que fue enfático al poner en evidencia que existía una ausencia total de pruebas materiales que justificaran la condena impuesta a Judith Brassard en 2009. Por ello, solicitó a la corte en su escrito, la aplicación de la duda razonable, la anulación del fallo y la puesta en libertad de Judith.
La Corte Suprema, sin embargo, decidió hacer caso omiso a la recomendación del Ministerio Público, y tomar el camino más fácil -¿o más rentable?-, decidiéndose por no casar la sentencia, confirmando asi la decisión de privar a Judith de pasar su vida en libertad al lado de sus hijos, principales víctimas de una sociedad en donde la vida y el derecho a la justicia y la verdad tienen un precio.
Coincidencias sospechosas
Una serie de coincidencias deja en el aire una pregunta legítima en cuanto a la imparcialidad del sistema de impartición de justicia en Colombia, y en lo particular en el caso de Judith Brassard.
La magistrada Maria del Rosario González, quien renunció el pasado 26 de marzo a su cargo en la Corte Suprema de Justicia como consecuencia de la grave crisis que enfrenta la rama judicial[2] y quien participó en el recurso de casación presentado por la defensa de Judith Brassard y fallado en su contra el 26 de junio de 2013, hubiera pedido a la Fiscalía el 30 de mayo del mismo año, es decir, un mes antes de fallar el recurso de casación, que investigara a fondo el supuesto pago de coimas a funcionarios de la Corte Suprema, según lo informó la revista Semana el pasado 7 de abril.
O que, en mayo de 2013, de acuerdo con la misma fuente, la magistrada se viera obligada a solicitar a la Fiscalia llevar a cabo las investigaciones pertinentes para verificar si la denuncia en su contra sobre presuntos sobornos pagados por la compra de un fallo en particular, era cierta o no. Esta denuncia, que involucraban no sólo a la magistrada González sino también a sus colegas Leonidas Bustos y Javier Zapata (este último también parte del equipo de magistrados que falló el recurso de casación de Judith), nunca fue investigada dejando la pregunta en el aire de por qué nunca avanzó la investigación y, sobre todo, de si son realmente ciertas las acusaciones sobre las prácticas corruptas de algunos jueces colombianos a la hora de declarar la inocencia o culpabilidad de sus habitantes.
[1] http://www.eltiempo.com/politica/justicia/corrupcion-en-la-corte-constitucional-analisis-de-las-consecuencias/15321875
[2] http://www.eltiempo.com/politica/justicia/renuncian-dos-magistrados-de-la-corte/15467645