Caso Héctor Manuel Casique Fernández (el 22 de marzo de 2015)

Héctor Manuel Casique Fernández
Héctor Manuel Casique Fernández  @PJE de Quintana Roo

Fuente : News-Network Communication

El 22 de marzo de 2015 (fecha original de publicación: 23 noviembre de 2014)

Cuando tres policías intentaron detenerlo afuera de la discoteca Mandala de Cancún, Héctor usó toda su fuerza para zafarse de ellos. Acababa de comerse un hot dog en la calle acompañado de su amigo Maximiliano, y se disponía a regresar a la fiesta.

Dentro del Mandala, Héctor se dio cuenta de que Maximiliano no había podido escapar y decidió salir a buscarlo.
-¿Por qué quieren detenernos? -preguntó a los policías.
-Es una revisión de rutina. Si no traen nada, los soltamos -respondió un agente.
Maximiliano ya estaba a bordo de una patrulla modelo Avenger y Héctor tuvo que subirse a ella.
Eran las 3:30 de la madrugada del sábado 16 de marzo de 2013. Fue la última vez que Héctor pisó la calle en libertad.
Año y medio después, Héctor Manuel Casique Fernández está en la cárcel. La Procuraduría de Justicia de Quintana Roo lo acusa de pertenecer a Los Zetas y lo involucra en el asesinato de siete personas ocurrido días antes de su detención en un bar llamado La Sirenita, en la zona popular de Cancún. La prensa local lo apoda El Diablo.
Héctor cumplirá 28 años en febrero próximo. De niño fue campeón de Tae Kwon Do. A los 20 años fue policía municipal en Benito Juárez, Cancún. Se especializó en artes marciales, defensa personal y manejo de armas. Tras cinco años de servicio, se retiró de la corporación y montó su propio negocio como instructor en acondicionamiento físico y protección de personas. Eventualmente, laboraba como escolta al servicio del Gobierno estatal. En los días en que fue detenido, estaba negociando su ingreso a la Policía Judicial del estado.
Después de su arresto, Héctor sufrió todo el catálogo de castigos físicos y psicológicos contenido en la Convención de la ONU contra la Tortura: golpes, toques eléctricos, asfixia, aislamiento, abuso sexual. Fue obligado a declarar en esas condiciones para inculparse en un multihomicidio y contribuir a que las autoridades fabricaran la captura de un peligroso líder de Los Zetas.
Algunos de los policías con los que convivió, entre ellos, sus alumnos en cursos de defensa personal y manejo de armas, fueron sus torturadores.
Su caso está siendo investigado por la CNDH, Amnistía Internacional y por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Héctor y Max fueron trasladados a las instalaciones de la Policía Turística de Cancún, a cinco minutos del Mandala; en el trayecto, fueron vigilados por dos policías municipales que apuntaban sus armas hacia ellos.
En la Policía Turística, los colocaron detrás de la patrulla y revisaron sus bolsillos en busca de drogas.
-Ahorita se van -les dijo un policía municipal al no encontrarles nada.
Pero en ese momento llegó un agente de la Policía Judicial de Quintana Roo, quien ordenó meterlos a los separos. Antes de ingresar, los policías le quitaron a Héctor su teléfono celular, una cadena de oro, las llaves de un auto y 22 mil pesos en efectivo que le acababa de pagar una persona a la que le vendió una moto.
Estuvo 20 minutos en los separos, luego lo sacaron y lo subieron a otra patrulla, junto con su amigo Max.
Fotogalería
La CNDH recibió 7 mil 164 quejas por tortura entre 2010 y 2013 y ninguna fue procesada legalmente hasta generar condena a quienes la cometieron. Entre 2003 y 2013 crecieron en 600 por ciento las denuncias de tortura ante la CNDH.
Informe “Tortura sin control”.
Amnistía Internacional
El segundo traslado duró 20 minutos hasta la base de la Policía Municipal, donde les hicieron una revisión médica. Ahí, el doctor Joel Mezquita Pérez certificó, a las 5:20 horas, que ninguno de los dos presentaba lesiones. Héctor y Max fueron subidos, otra vez, a una patrulla, para regresar a las instalaciones de la Policía Turística, en la zona hotelera.
Un agente al que todos llamaban Nambo los recibió y los llevó a las oficinas del Ministerio Público que tiene ahí la Procuraduría General de Justicia de Quintana Roo.
Luego de dos horas fueron presentados ante el comandante Ernesto Santees Hernández y otro agente que sólo se identificó como Rafael. Los judiciales le pidieron a Héctor 40 mil pesos para dejarlo libre. Eran las 12 del día y decidió llamar a una amiga de nombre Karla, con la que había estado la noche anterior en el Mandala.
-Necesito que vengas al Ministerio Público de la zona hotelera y me traigas quince mil pesos, dos playeras y diez desayunos sencillos. Me van a sacar de aquí -le dijo Héctor, según la declaración que hizo Karla al Ministerio Público.
Después de hacer la llamada, lo llevaron a la oficina principal de la Procuraduría.
Ahí vio a varios policías judiciales a los que conocía; algunos habían sido sus alumnos en los cursos de defensa personal y manejo de armas que él daba desde 2011, cuando abandonó las filas de la Policía Municipal. Otros habían sido sus compañeros de trabajo en labores de custodia en eventos públicos del gobernador Roberto Borge. Héctor participó con ellos como ayudante del Estado Mayor Presidencial en eventos importantes, como la visita que realizó a Cancún el ex presidente de Colombia, Álvaro Uribe, en junio de 2011.
Uno de los judiciales a los que Héctor reconoció era Manuel Borges Ricalde, comandante de homicidios.
-¿Sabe qué viejo?, ya valió madre -le dijo el comandante mientras caminaban por un pasillo para entrar a las oficinas de la Procuraduría.
-¿Cómo que ya valió madre? -preguntó Héctor.
-Discúlpame, pero ahora estás bajo mis huevos -le dijo Borges.
Héctor conocía a todos los que estaban en ese cuarto y pensó que se trataba de una prueba de ingreso a la Policía Judicial.
“Yo ya sabía que ellos son unos pasados de lanza y las torturas a las que someten a la gente. Pero yo pensé que era una broma, una novatada, porque se supone que yo iba a ingresar a la Policía Judicial”, recuerda Casique en una entrevista realizada en julio pasado ante personal de Amnistía Internacional.
Unos meses antes, Héctor había negociado la compra de una plaza con el director de la Policía Judicial del estado, Arturo Olivares Mendiola, a quien le adelantó 75 mil pesos de los 150 mil que le costaría la incorporación como primer comandante de la PJ.
“Yo compré una plaza, pagué la mitad. Mendiola era mi íntimo amigo, nos íbamos a comer camarones, yo le daba cursos a sus escoltas; cuando les llegó el nuevo armamento, en enero de 2012, fuimos y probamos el nuevo armamento, y dimos cursos con el nuevo armamento.
“Le di 75 mil pesos a Mendiola para que me diera la plaza de primer comandante; él me dijo que de primer comandante no se iba a poder, pero que iba a ser jefe de sus escoltas. Y yo dije ‘ya está’. Pero pasó el tiempo y nunca pasó nada. Y cuando nos hicimos de palabras y lo amenacé con acusarlo con el procurador y con el subprocurador, como él sabía la relación que yo tenía con ellos, se paniqueó”, relata Casique en su testimonio ante Amnistía Internacional
Casique cree que el problema que tuvo con el jefe policiaco es el origen de que lo detuvieran, de que lo involucraran en un caso de homicidio, de que lo acusaran de pertenecer a Los Zetas y del tormento al que fue sometido.
Dentro de la oficina, los judiciales colocaron a Héctor volteado a la pared, le agarraron las manos por detrás, le sujetaron las muñecas y los brazos con una venda y luego le pusieron unas esposas. Lo obligaron a hincarse y le colocaron una venda gruesa en la cabeza, tapándole los ojos. Unos minutos después, lo pararon para girarlo y quedar de frente a ellos, y le ordenaron que se volviera a hincar. Él preguntó por qué.
En ese momento comenzó la tortura.

El primer golpe que recibió fue una patada en la parte de atrás de la pierna derecha, que lo hizo caer al piso, hincado, frente a sus agresores.
-¿No que muchos huevos? -le gritó uno de los judiciales.
Después le dieron un segundo golpe, a dos manos, a manera de aplauso sobre sus oídos, que lo aturdió.
“Yo en mi cabeza decía ‘es una prueba de los judiciales, es una mala broma de Mendiola, de Manuel, una novatada’; yo dije ‘ahorita se acaba’. Eso era lo que me mantenía tranquilo; pensé: ‘me van a meter unas cachetadas y ahí queda’; pensé que era una broma, pero la broma se empezó a poner más difícil”, recuerda Héctor en su relato a Amnistía.
Seis veces se repitió ese doble golpe contra sus orejas, seco, contundente.
Aturdido, Héctor alcanzó a escuchar que le dijeron: “tenemos un problema, y tú te lo vas a comer”.
-A partir de ahorita tú eres Zeta -le explicó uno de sus agresores.
Le colocaron una bolsa de plástico en la cabeza y le golpearon la espalda y el tórax para sacarle el aire y obligarlo a tratar de inhalar dentro de la bolsa un oxígeno inexistente. La desesperación provocada por la asfixia lo hacía moverse y sacudir el cuerpo, mientras sus agresores lo sujetaban con fuerza con la bolsa apretándole el cuello. Luego lo soltaban, lo dejaban respirar unos segundos y, otra vez, el doble golpe seco sobre los oídos.
A esas horas llegó a la agencia del Ministerio Público la amiga de Héctor, con 7 mil de los 15 mil pesos que le había pedido, y los desayunos.
Mientras esperaba a ser atendida, en la recepción de la agencia, Karla escuchó la voz de Héctor, proveniente de una de las oficinas.
-¡Ay, no me peguen! -gritaba.
“Se escuchaba como si estuvieran azotando una tabla”, se asienta en la declaración ministerial que rindió Karla.
Pasadas las 2 de la tarde, uno de los policías la atendió. Karla quiso darle el dinero ahí mismo, para que soltaran a Héctor, pero el agente le pidió caminar al OXXO que está cruzando la calle, le recibió los 7 mil pesos, los guardó en su bolsa, y le advirtió:
-Disculpe, no la voy a poder ayudar; no sé qué haya hecho este señor, pero sí va a ser muy difícil sacarlo.
La chica se fue.
La suerte de Héctor y Maximiliano quedó en manos de los judiciales.
De acuerdo con sus declaraciones ministeriales, Héctor fue sometido a cinco sesiones de tortura, a manos de cinco grupos distintos de policías, durante aproximadamente 30 horas.
El procedimiento se repitió: bolsa negra en la cabeza, manotazos en la espalda, aplauso en los oídos. Tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho veces… A media tarde del sábado, Héctor perdió la cuenta, tenía claro que no se trataba de una novatada.
En un momento dado, sus agresores se detuvieron.
-Ahorita va a venir alguien, y tú vas a decir que tú mataste a unas personas -le dijeron.
-No me voy a echar la culpa de algo que yo no hice -contestó Héctor.
Y se reanudó la sesión de tortura: bolsa de plástico, manotazos, aplausos en los oídos. Dos, tres, cuatro veces… En la refriega, Héctor perdió la camisa.
Volvieron a interrogarlo, él volvió a negar todo y entonces las agresiones pasaron a otro nivel: le colocaron una picana eléctrica en el pecho, del lado izquierdo, unas diez veces con descargas sostenidas que él sentía primero como un pellizco, y después como un carbón incandescente que le quemaba la piel. También le dieron toques en el cuello y la espalda, y volvieron a colocarle la bolsa en la cabeza.
La picana eléctrica es un aparato que da golpes de corriente o descargas sostenidas al entrar en contacto con el cuerpo. Se cree que fue introducido como instrumento de tortura durante la época de las dictaduras militares en Sudamérica. Pero éste no es un testimonio de Chile en tiempos de Pinochet o de la Argentina de Videla. Es México en el siglo XXI, 13 años después de la alternancia, en el corazón de una de sus más importantes zonas turísticas.
Probablemente ninguno de los 3.7 millones de turistas que visitaron Cancún en 2013 podría imaginarse que en una celda, en plena zona hotelera, el tiempo se detuvo en los años setenta, la época de la Guerra Sucia y la temible Dirección Federal de Seguridad.
-Tú eres el jefe de Los Zetas -le insistieron a Héctor mientras era golpeado.
Hasta que cayó al piso, y ahí lo tundieron a patadas.
-¿No que muchos huevos?, ¿no que mucho entrenamiento? -exclamó uno de sus agresores mientras Héctor se retorcía del dolor.
A esa hora entró al cuarto el director de la Policía Judicial, Arturo Olivares Mendiola.
-¿Qué te pasa? -preguntó a Héctor en tono amable.
-Estos cabrones me están rompiendo la madre, ya estuvo. Quíteme las esposas, por favor capitán, ya no aguanto más. Me duele mucho el hombro derecho -suplicó Héctor.
Olivares pidió a sus agentes que le liberaran los brazos y le colocaran las esposas al frente.
-Dime la verdad y no te va a pasar nada -dijo el policía al detenido.
-¿Me da su palabra? -preguntó Héctor.
-Te doy mi palabra. ¿Qué hiciste? -preguntó el policía, sujetándole la mano.
-Nada, sus elementos me han estado golpeando, y no sé nada de lo que me están hablando -respondió Héctor.
El capitán hizo a un lado la falsa cordialidad; le jaló la mano, le apretó las esposas anudándole los antebrazos, con todas sus fuerzas, y lo empezó a golpear con los codos en la nuca.
-¡No te hagas pendejo y di la verdad! -le gritó.
Siguió golpeándolo con los puños en la cara y el cuello.
-Vas a ser mi puta, Casique -le gritó.
Olivares ordenó que lo volvieran a esposar por la espalda y le puso la bolsa en la cabeza, asfixiándolo.
-Así se hace, pendejos, ahorita va a hablar -dijo a sus subordinados.
-Tú eres zeta, ¡tú los mataste! -siguió gritando el jefe de la Policía, mientras estrellaba sus manos sobre el rostro de Héctor, que no aguantó más y se desplomó.
-¿Saben qué?, para ser broma ya estuvo -alcanzó a decir Héctor.
-No es ninguna broma -le gritó Olivares.
En el piso, se acercaron a él dos agentes que le bajaron los pantalones y le dieron toques eléctricos en los testículos.
Abatido, con ardor en sus genitales y la bolsa en la cabeza, Héctor escuchó:
-Vas a hablar o a tu familia le vamos a hacer lo mismo y verás a tu madre, la güera; voy a ir por tus hermanas, por tu novia, por tus hijas, ahorita lo vas a ver.
Héctor recobró fuerzas y retó a sus agresores a que intentaran hacerle algo a su familia. Para entonces estaba molido, pero el expediente judicial consigna que encaró a los judiciales, incluso riéndose de ellos.
En ese momento vio que se acercaba la bolsa de plástico hacia su cara, sintió cómo le cubrieron la cabeza con ella, todo se oscureció mientras resentía la falta de aire. Cayó al piso y perdió el conocimiento.

Cuando despertó, Héctor estaba en una celda. Se había orinado y defecado en los pantalones.
Pudo ver que a unos metros de él estaba Maximiliano, también tirado en el piso, con las manos amarradas con vendas por la espalda.
Maximiliano también había sido sometido a tortura: lo hincaron, le sujetaron con vendas las muñecas y los brazos, lo esposaron, le vendaron la cabeza y la cara, le exigieron que se confesara culpable de haber matado a siete personas, de haber asesinado a los del bar; lo asfixiaron con la bolsa de plástico en la cabeza, tres o cuatro personas le brincaron en el estómago para sacarle el aire, y se desmayó
“Durante toda esta tortura, también escuchaba cómo Héctor Manuel Casique Fernández, desde otro cuarto, se quejaba y estaba gritando de los golpes que le daban”, se lee en la declaración que hizo meses después Maximiliano ante el Ministerio Público, “cuando recuperé el conocimiento ya no me encontraba esposado, solamente estaba vendado, y no vi quién me trasladó a las celdas nuevamente y solamente escuché la voz de Héctor que estaba gritando: ‘ya no me peguen’, y gritos de dolor”.
Dos guardias se acercaron a Héctor, a uno de ellos lo reconoció: era un policía judicial de apellido Wady. El otro usaba pasamontañas y camisa de manga larga.
Wady se acercó a él, le bajó el pantalón, le puso una mano en las nalgas y, con la otra, le introdujo un palo en el ano.
-Esto te pasa por puto, tienes que decir que tú los mataste y tienes que decir que eres zeta -le dijo Wady mientras hundía el palo.
Héctor gemía, negándose a confesar.
Los policías lo incorporaron, le retiraron las esposas y lo metieron a una regadera y le ordenaron que se bañara y lavara su pantalón.
Ya vestido, le volvieron a vendar los ojos y le dijeron que se preparara porque el general quería hablar con él.
Cuando el general llegó, Héctor le dijo que era inocente y le pidió que dejaran de torturarlo.
La respuesta que obtuvo fueron más golpes, en la cara, el tórax, el cuello. Sus torturadores le levantaron la venda y le dijeron: “mira, pendejo, somos nosotros”. No había ningún general, sólo policías que comenzaron a intercalar golpes y amenazas.
-Ya agarramos a tu madre, nos la vamos a coger -le dijeron.
-También agarramos a tu esposa y a tus hijas -le advertían, mientras él se movía enfurecido, agitándose como un pez intentando escapar de una red fuera del agua.
Los policías le metieron la cabeza en la bolsa de plástico, echaron dentro polvo de chile habanero y la cerraron alrededor de su cuello para asfixiarlo.
Volvió a perder la conciencia y despertó hasta sentir el ardor en los testículos provocado por toques eléctricos que se alternaban entre el cuello, el ano, el pecho.
Después, el doble golpe en forma de aplauso sobre sus oídos con las palmas de dos manos grandes, callosas, sólidas como un bat que terminó por reventarle el oído izquierdo.
-Tú mataste a las personas y tú pagas a dos del gobierno -alcanzó a escuchar en medio del dolor que le provocaban los golpes, el ardor de los toques eléctricos, el cansancio tras más de 12 horas sin comer ni tomar agua.
-¿Por qué me hacen esto? -preguntó.
-Por más pendejo -le respondió una voz anónima.
Después, lo llevaron a una celda y ahí le leyeron una lista de nombres que jamás había escuchado, para que identificara a “sus cómplices” en delitos que desconocía.
Según Héctor, cuando los policías no estaban en el turno de golpearlo, grababan su tortura con teléfonos celulares.
Entre tortura y tortura, le daban Squirt para revivirlo.
“Me decían ‘abre la boca’ y me aventaban el refresco, me echaban chile habanero en la boca, en la garganta y me decían: ‘si me muerdes, te rompo tu madre’. Me bolsearon, me echaron chile, me golpearon, me dieron toques y me asfixiaron al mismo tiempo. Perdí el control absolutamente de todo, me meé, me defequé, me volví a defecar, me volví a mear era tanta su saña, y decían ‘este tiene entrenamiento, no que muy verga’, y me jalaban hacia atrás y me apretaban la bolsa, me soltaban y decían: ‘tiene entrenamiento, dale más duro’. Y me electrocutaban… le cambiaron las pilas al aparato como seis veces, se lo acababan porque me lo dejaban así puesto truuuuuuuu”.

En la celda estaba también Maximiliano, abatido y golpeado.
Sólo alcanzaron a mirarse en silencio. Ninguno de los dos tenía fuerzas para hablar.
Los policías regresaron, levantaron a Héctor, lo sacaron de la celda y lo llevaron en vilo hasta una oficina. Lo sentaron frente a una computadora, le vendaron los ojos, lo esposaron con las muñecas otra vez sobre sus nalgas, lo golpearon y le colocaron la bolsa de hule en la cabeza, esta vez sin chile habanero.
Durante una hora se repitieron los golpes, la asfixia, los insultos, las amenazas, la exigencia de que se declarara culpable y de que firmara unos papeles en los que había una lista de nombres de personas a las que no conocía para que los reconociera como sus secuaces.
En cinco años, la CNDH sólo aplicó procedimiento especial contra la tortura en 364 casos, y concluyó que había indicios de tortura sólo en 26. Desde 2006, sólo ha habido siete sentencias firmes por tortura aplicando la legislación federal en la materia.
Informe “Tortura sin control”.
Amnistía Internacional
Hasta que alguien llegó al lugar y los policías lo llevaron a rastras hasta la celda, a toda prisa.
Era un actuario judicial, de nombre Jesús Gallardo García, que llegó a las 23:40 horas del sábado 16 de marzo a notificarle un amparo promovido por sus familiares en contra de la incomunicación en la que se encontraba.
Ante él, Héctor denunció la tortura a la que estaba siendo sometido, mientras los policías, parados detrás del funcionario, le advertían a señas que no los acusara.
Héctor firmó la notificación y pidió asentar en el documento que estaba siendo torturado. Así lo hizo el actuario en el expediente 374-2013, que dejó constancia de que el quejoso “presenta una lesión en su ojo izquierdo, el cual se aprecia inflamado, así como diversos moretones en el antebrazo derecho”.
El funcionario se fue y Héctor se quedó solo en su celda.
Cuando los policías regresaron, él les mostró una copia del amparo que le había entregado el actuario. Los policías le arrebataron el papel, se lo restregaron en la cara, lo sacaron de la celda, lo llevaron al mismo cuarto donde antes lo habían golpeado y reanudaron la tortura.
Lo esposaron, le colocaron la bolsa, volvieron a golpearlo.
Poco después regresó el actuario, con otro amparo.
-Mire para lo que sirven sus pinches amparos, vea cómo tengo el ojo, y me siguen golpeando y torturando -le dijo Héctor.
El funcionario volvió a anotar la denuncia, ofreció notificárselo al juez que veía su caso y se fue del lugar. En el expediente 376-2013, levantado a las 00:10 del 17 de marzo, el actuario judicial Jesús Gallardo García asentó que el quejoso presentaba una lesión en su ojo izquierdo, “el cual está totalmente cerrado”.
Solos otra vez con su víctima, los torturadores lo golpearon con más saña, hasta que uno de ellos interrumpió.
-A ver, cuéntame la historia completa cabrón, o te parto la madre -exclamó.
-Ya está bueno, bájenle -respondió Héctor, quebrándose en un llanto que, según lo que le declaró meses después a personal de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, no era de dolor, sino de impotencia.
-Pues cuéntame la historia completa -le espetó el policía.
-Era el año de 1986, era una tarde lluviosa -comenzó a relatar Héctor en referencia a su nacimiento, 27 años antes el comienzo de su historia completa.
La burla enfureció a sus agresores, que le embarraron chile habanero en la boca, la nariz y los ojos.
-Por chistoso y pendejo -indicó uno de ellos.
-Ahora sí, cuéntame -exigió otro.
-Pues ese día seguía lloviendo -insistió Héctor en su relato.
Y pagó cara su ironía, pues inmediatamente sintió un golpe seco en el ojo izquierdo que le reventó el párpado, le provocó una hemorragia e hizo que cayera noqueado.
Lo regresaron cargando a la celda, donde cayó dormido.
Despertó horas después; sentía hambre, sed y dolores en todo el cuerpo. Ya era media mañana del domingo, estaba cumpliendo 24 horas bajo tortura.
En esas condiciones fue llevado a una oficina, donde le pidieron firmar una confesión. Él se negó. Le dieron una pluma, con la que él sólo escribió garabatos, provocando la furia de los agentes.
Los policías lo obligaron a hincarse frente a una pared. Una hora después le vendaron los ojos, lo pararon en un pasillo y ahí lo dejaron otro rato, hasta que le temblaron las piernas.
Lo obligaron a salir al patio brincando una ventana, lo subieron a una camioneta y lo llevaron hasta la Procuraduría General de Justicia, en el centro de Cancún. Ese traslado lo hizo esposado y con los ojos vendados.
En la Procuraduría fue revisado nuevamente y se levantó un certificado de los golpes que llevaba. Nuevamente, le fueron presentados los documentos para que los firmara.
-Dice El Chino que éste es el bueno -dijo uno de los policías en referencia al agente del Ministerio Público que había tomado la declaración en la que Héctor se confesaba culpable.
Él se negó a firmar, pero fue obligado a estampar su huella digital en ellos.
“A mi me quieren hacer firmar cinco diferentes expedientes; yo creo que los iban mejorando, o rediseñando… pero no firmé absolutamente nada. Cuando me daban la pluma les rayaba yo allí y se encabronaban… las huellas al final son mías, porque me forzan a que yo las ponga… cuatro cabrones para agarrarme las manos y hacerme que yo pusiera las huellas, por eso los dedos están así, separados, no están puestos normales. El último expediente que me obligaron a huellear fue en el estacionamiento de la Policía Judicial, justo antes de presentarme a los medios. Estaba yo muy cansado. Max, mi amigo, estaba llorando, yo estaba sangrando de todas partes”.
Aquel domingo, 17 de marzo de 2013, la Procuraduría de Quintana Roo presentó a los medios de comunicación quintanarroenses a Héctor Casique Fernández, alias El Diablo, Tito o Fénix, y a su chofer y “cómplice” Maximiliano Ezequiel Millán González.

Dos policías estatales vestidos de negro, encapuchados, con casco y cargando armas largas flanqueaban a dos presuntos delincuentes que fueron presentados como criminales confesos en la conferencia de prensa del procurador de Quintana Roo, Gaspar Armando García Torres. Uno de ellos, Maximiliano Ezequiel Millán González, vestía una camisa amarilla; el otro, Héctor Casique Fernández, vestía una polo blanca con cuello rojo, una camiseta que Héctor no usaba la noche del 16 de marzo y que le fue proporcionada en los separos de la Policía Judicial. Según sus abogados, con esa camiseta Polo se pretendía fortalecer su imagen de presunto narcotraficante. Ambos usaban pantalón de mezclilla y traían las manos esposadas por delante. Max se veía desconcertado, con moretones, pero sin manchas de sangre. Héctor mostraba las huellas de la tortura: el ojo izquierdo cerrado, la cara hinchada, el antebrazo derecho marcado con moretones.
La Procuraduría de Quintana Roo dijo a los medios que estas dos personas estaban involucradas en el homicidio de siete personas ocurrido el 14 de marzo en el bar La Sirenita, de Cancún, donde fue asesinado, entre otros, un líder de taxistas llamado Francisco de Asís Achach Castro, alias La Barbie, sobrino de la ex alcaldesa priista de Benito Juárez, Magaly Achach.
Según la versión reproducida al día siguiente en la mayoría de los medios locales, Héctor Casique tenía la encomienda de matar a La Barbie, por órdenes de su supuesto jefe inmediato, un sicario apodado El Caballo, pero se negó a hacerlo porque carecía de armamento, y fue relevado del “trabajo” por un delincuente llamado Roger Gabriel Alfaro Pacheco, alias El Humo.
El procurador afirmó, en conferencia de prensa, que Héctor Casique, alias El Diablo, había confesado pertenecer a Los Zetas, ser el encargado de cobrar las cuotas por “derecho de piso” en la zona hotelera de Cancún y de entrenar a los sicarios del cartel en el manejo de armas. El funcionario presentó como prueba de ello el teléfono celular de Héctor, que le había sido confiscado la noche de su detención, y en el que efectivamente había videos de él en los cursos de instrucción que daba a policías municipales.
El procurador dijo a los medios que Casique se había reunido con El Humo días antes del asesinato en La Sirenita, y que le había entregado las instrucciones para ejecutar a La Barbie junto con una fotografía de la víctima en un fólder amarillo. Aunque El Humo sólo debía matar a una persona, el procurador dijo que estando en La Sirenita “se alocó” y terminó matando a siete.
La Procuraduría filtró a los medios locales un expediente en el que se recogían supuestas declaraciones de Héctor Casique, donde confesaba sus vínculos con Los Zetas y con los delincuentes mencionados en la conferencia: El Apá, El Caballo, El Humo. Periódicos como Novedades de Quintana Roo, publicaron el lunes 18 de marzo extensos relatos con base en “información obtenida” en los que se describía la pertenencia de El Diablo a Los Zetas desde mediados de 2011. En las notas se entremezclaban datos biográficos reales de Héctor Casique, como su pertenencia a la Policía Municipal de Cancún durante cinco años y su ocupación posterior como instructor en técnicas de defensa personal, manejo de armas y acondicionamiento físico, con datos que, según su defensa, fueron inventados por la Policía Judicial de Quintana Roo para hacerlo pasar como un criminal. Por ejemplo, se describe en las notas de la prensa local que El Diablo, Fénix o Tito fue reclutado por El Potro; después estuvo bajo el mando de El Caritas, y finalmente llegó a trabajar con El Apá, también conocido como Gordo Sam, líder local de Los Zetas.
Los relatos periodísticos refieren que en el teléfono de Casique también se encontraron números telefónicos registrados con claves “que podrían referirse a una conexión con el Cártel del Golfo (CDG)”.
En la presentación de los “peligrosos delincuentes” ante los medios locales, un reportero preguntó por qué los presentados estaban golpeados, y el procurador dio por terminada la conferencia.

Casique fue subido a una camioneta y trasladado de regreso a las oficinas de la Procuraduría. Nuevamente fue conducido hasta los separos, donde le entregaron unos papeles para que los firmara. Otra vez se negó a hacerlo, y reinició la golpiza.
Patadas, puñetazos, insultos, amenazas una nueva sesión de tortura que concluyó cuando un policía judicial se acercó a él con una pistola en la mano que llevó hasta su cabeza, la colocó cerca de la sien y le cortó cartucho.
-¡Dispara! -gritó Héctor a su agresor, quien respondió impactando la cacha de la pistola en la frente de Héctor, con un golpe seco que provocó una herida que inmediatamente sangró y pintó de rojo el rostro del detenido, que cayó al piso, inconsciente.
Cerca de las 11 de la noche llegaron a la celda unos paramédicos que le lavaron la herida, lo vendaron y, después de inspeccionarlo, sugirieron llevarlo a un hospital.
Los policías judiciales se negaron, pues tenían órdenes de trasladarlo esa misma noche a la cárcel de Cancún.
En la penitenciaría, un doctor de nombre Luis Pulido hizo una valoración del detenido, que llegó sangrando de la nariz, la boca, el ojo izquierdo y la frente, y orinando sangre. Y se negó a recibirlo.
Los policías insistieron y dos horas y media después consiguieron la admisión del presunto delincuente.
Detenido originalmente por haber cometido supuestos ultrajes contra policías municipales, Héctor Casique fue ingresado al Centro de Readaptación Social de Cancún como culpable del delito de homicidio calificado, al tomarse como válida la declaración firmada con sus huellas digitales, en la que no sólo “confesó” su participación como autor intelectual en el homicidio del bar La Sirenita, sino que asentó que las lesiones que tenía en ese momento se las habían provocado los policías municipales en el momento de su detención.
En el Cereso le hicieron la prueba de Harrison para detectar si había disparado arma de fuego recientemente, y salió negativa. No fue posible consignarlo como autor material de homicidio, pero lo encerraron acusándolo de la autoría intelectual de la matanza en La Sirenita.
Ese mismo día, la familia de Casique promovió una queja ante la Comisión de Derechos Humanos de Quintana Roo, que al día siguiente envió a su personal al reclusorio de Cancún, donde constató el estado en el que se encontraba el detenido: “pésimas condiciones de salud y múltiples ultrajes a su persona”.
Fue hasta entonces, que Casique pudo ver a un abogado e iniciar su defensa legal.
Ante el juez, negó la declaración que “rindió” en los separos, argumentando que le fue sacada mediante tortura.
En la cárcel de Cancún continuó el tormento.
La familia de Casique fue estigmatizada. Su madre perdió el empleo, su hermana no fue recibida más en la escuela.
Al mismo tiempo, empezaron las amenazas y las extorsiones para mantenerlo vivo en prisión.
Cuatro meses después de su detención, la defensa de Héctor logró que se le practicara un examen médico para valorar su estado físico y obtener pruebas de la tortura.
En su informe, el perito médico legista David Anguiano estableció que Héctor presentaba lesiones que pusieron en peligro su vida que aún no habían sanado, cicatrices permanentes y no visibles, secuelas por las lesiones sufridas e incapacidad en ciertos movimientos. Entre las lesiones, el médico estableció aumento de volumen en el testículo derecho, una cicatriz en la región anal y pérdida de visión en el ojo izquierdo. El reporte médico establece que Héctor sufrió hipoxias (falta de oxígeno en el cerebro causada por asfixia) que provocaron pérdida de conciencia y lesiones en el tejido nervioso que, a su vez, le causaron fasciculaciones musculares (movimientos involuntarios), pérdida de equilibrio y arritmias cardiacas.
El 31 de julio, cuando su familia se negó a pagar más extorsiones, Casique fue golpeado en su celda y colocado en un área en la que se encuentran recluidos miembros de organizaciones delictivas, que recibieron la orden de acabar con él. Le rompieron las costillas, le rociaron gasolina, lo amenazaron con prenderle fuego.
La segunda visitadora de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, María José López Canto, tuvo que ir a la cárcel a rescatarlo, cambiarlo de área y tramitar su traslado al reclusorio de Chetumal.
En paralelo, comenzó el calvario del proceso judicial:
El juicio por el homicidio en el que fue involucrado avanzó a cuentagotas y en medio de irregularidades y violaciones al debido proceso. En casi un año de juicio, no tuvo audiencias ni careos con los delincuentes que supuestamente lo ubicaron como su jefe y autor intelectual de la matanza de La Sirenita.
En mayo de 2013, Héctor demandó a los 40 judiciales que participaron en su tortura, acusándolos de abuso de autoridad y violación. Al mismo tiempo, tramitó un amparo en contra del auto de formal prisión. Meses después presentó una queja ante la CNDH, que ordenó que se le practicara el Protocolo de Estambul, un manual para la investigación de tortura poco usado en México y que por primera vez se practicaba en el estado de Quintana Roo.
El Ministerio Público adscrito a la Procuraduría declaró improcedente el ejercicio de la acción penal en contra de los torturadores, y en la Comisión Estatal de Derechos Humanos, el ombudsman Harley Sosa emitió una recomendación que no tomó en cuenta los resultados del Protocolo de Estambul, negó la tortura y sólo pidió sanciones administrativas por abuso de autoridad.
La defensa de Casique mantiene impugnadas ambas resoluciones.
En marzo de 2014, un juez ordenó su liberación inmediata, pero ese mismo día, cuando se disponía a abandonar el reclusorio de Chetumal, Héctor fue reaprehendido por policías judiciales que lo trasladaron a la cárcel de Cancún sin orden de aprehensión, violando un amparo federal y sin explicación alguna a los familiares que lo esperaban en la calle.
La Procuraduría alegó que existían nuevas imputaciones de supuestos testigos en el asesinato de La Sirenita, y abrió la causa penal 98/2014.
Ante el peligro que corría su vida en el Cereso de Cancún, su familia tramitó un nuevo traslado a Chetumal, donde al día de hoy sigue preso, en espera de que se resuelva un nuevo amparo que le permita afrontar su juicio en libertad.
Amnistía Internacional investiga su caso con apoyo de la ONG mexicana Cencos (Centro Nacional de Comunicación Social AC). Y la Corte Interamericana de Derechos Humanos ya pidió información sobre el proceso al gobierno de Quintana Roo.

En el Protocolo de Estambul practicado a Casique (234 días después de su detención) se concluye que presentó lesiones provocadas por maniobras de tortura, que tiene daños médicos y secuelas psicológicas relacionadas con los tormentos que describió durante las entrevistas.
Casique contó a los psicólogos que algunas noches sueña que lo golpean, que le apuntan con una pistola. Tiene miedo de quedarse recluido para siempre, y siente vergüenza de que su familia conozca los abusos a los que fue sometido. Ha disminuido su deseo sexual y siente que le falta el aire. Alguien que ganó torneos nacionales e internacionales de Tae Kwon Do, con años de instrucción en protección de personas, hoy se siente indefenso para pelear.
Una de sus pesadillas recurrentes es sentir que por la noche, mientras duerme, un desfile de cucarachas entra por su ano.
En una parte de la entrevista con Amnistía Internacional, Héctor describe en pocas palabras qué es haber sido torturado:
“Me avergüenza mucho hablar de esto. Me siento mal. Lo que más me duele es estar preso, todo lo que ha sufrido mi familia, mi hermana, mi mamá, mi abuela, cómo ha envejecido; me siento mal de que por mí ellas estén sufriendo. Mi miedo más grande es que vayan a querer hacerle algo a ellas y que no vaya a estar yo para defenderlas. Eso me aterra. Me siento cansado, voy al baño como viejito, no veo bien del ojo izquierdo; sólo escucho del oído derecho; me cuesta trabajo orinar, me duele mucho la espalda, el hombro. Estoy mal”.