Fuente: Editorial ACDV (versión original en francés)
Autora: Michèle Mouafo
Traducción: Ilse Luraschi por ACDV
El 24 de marzo de 2015
Miles de canadienses viajan todos los meses al exterior. En efecto, Canadá cuenta con un gran número de viajeros que atraviesan las fronteras, como parte de su trabajo, programas de ayuda humanitaria e intercambio de estudiantes, para visitar a sus familias o simplemente para satisfacer su sed de aventura.
En 2010, la Dirección General de Estadísticas de Canadá registró el número de viajes al extranjero con pernoctación: esta cifra se estimó en 28,7 millones por año. Dada la recuperación gradual de la economía se podría prever que actualmente esta cifra es más alta. Por lo tanto, no sorprende encontrar la famosa hoja de arce en una mochila o un suéter de los viajeros que viajan a América Latina, Australia o Europa. Sin embargo, entremezclarse de esta manera en las diferentes culturas del mundo nos invita hacer comparaciones. ¿Qué significa la bandera canadiense para los demás? ¿Qué significa ser canadiense?
La identidad cultural es una cuestión muy delicada. Se conoce a Canadá por su alta tasa de inmigración. Según el Ministerio de Ciudadanía e Inmigración, uno de cada seis residentes canadienses nació en otro país,. Extraer de esta mezcla de culturas una identidad propia es una tarea gigantesca. Dentro esta noción abstracta de identidad, los símbolos caricaturales de nuestros ciudadanos, como el jarabe de arce, el hockey y la policía montada, no son suficientes para atenuar la polémica. Para terminar, el nacionalismo canadiense se asienta en tales valores, si uno se atiene a los discursos constantemente reiterados por diversas figuras políticas del país, como lo demuestra esta frase corriente: “el respeto a los valores canadienses.”
Sin embargo, esta respuesta sólo genera más preguntas. ¿Cuáles son los llamados valores canadienses? Esta pregunta me preocupa particularmente, ya que soy parte de esas estadísticas proporcionadas por el Ministerio de Ciudadanía e Inmigración y soy lo que se denomina oficialmente “un ciudadano naturalizado”. Tener una filiación cultural adicional me hace reflexionar en forma constante. Dentro de esta perspectiva me interesó un sondeo que data de 2013 y llevado a cabo por el Instituto Broadbent, un organismo cuya misión es fomentar el progreso en suelo canadiense. Parafraseando un informe de quince páginas, todos los canadienses sin distinción – porque las diferencias estadísticas entre los nacidos en el extranjero y los nacidos en el país no fueron significativas – avalan especialmente ideologías progresistas. Por “ideologías progresistas” el informe entiende una preferencia por una importante presencia gubernamental, un apoyo al sistema de salud financiado con fondos públicos, una intervención del gobierno en cuestiones ambientales, la prevención del delito por sobre la actuación policial. Los valores que se derivan de esto son, en conclusión, el respeto por la equidad, la sostenibilidad y la justicia.
Efectivamente, estos son los valores con los que me identifico. La igualdad entre hombres y mujeres, el matrimonio entre parejas del mismo sexo, el respeto por el medio ambiente, pocos son aquellos que osen a negarlos, porque esa posición ahora se ha convertido en marginal, en favor de la equidad y la sostenibilidad. Desde hace varios años aumentan los debates étnicos y religiosos, a veces llevando a la opinión pública hasta la exasperación, precisamente porque la población canadiense está comprometida con estos los valores. Así como la equidad, el valor de justicia suscita un gran entusiasmo entre los canadienses y ocupa un espacio considerable en el supremo documento legislativo del país, la Constitución.
Por lo tanto, parecería que los derechos constitucionales de los canadienses se basan en sus valores fundamentales y que estos derechos estarían en estrecha relación con estos valores fundamentales. Sin entrar en el debate paradojal del huevo o la gallina: en cierto sentido, ser canadiense es ser capaz de disfrutar de todos los derechos avalados por nuestros valores y nuestra identidad.
Desde hace varias semanas el nombre de Mohamed Fahmy aparece con regularidad en los medios de comunicación. Mi curiosidad me permitió saber que se trata del caso de un periodista canadiense que, con otros dos colegas, uno australiano y otro egipcio, fue acusado de difundir noticias falsas y asistir a grupos terroristas y, en consecuencia, el año pasado fue condenado y encarcelado en Egipto. Dada la controversia que circunda la prueba y las condiciones inaceptables en las que se detiene a Fahmy, se critica al gobierno canadiense por no actuar para hacer valer sus derechos constitucionales. Recientemente, el 6 de marzo, y estando bajo el punto de mira, el primer ministro de Canadá, Stephen Harper, realizó por fin algo concreto, llamando telefónicamente a su homónimo egipcio para tratar el expediente de Fahmy. Yo interpreto esta intervención muy esperada, aunque tardía, como una evolución de la posición conservadora en el caso de Omar Khadr, igualmente un caso que fue muy difundido en los medios y también famoso por la pasividad o la complacencia del gobierno canadiense. Sin embargo, al enterarse de que el desafortunado camarada australiano de Fahmy fue liberado y repatriado por su gobierno casi un mes antes de que Harper levantase el tubo de teléfono, veo que mi optimismo disminuye rápidamente.
Además, este mismo optimismo, que suele ser tan fuerte en mí, acaba de sufrir recientemente un segundo revés, cuando en una fiesta, realizada en octubre de 2014 vi un episodio del programa periodístico quebequense llamado Investigación y difundido en el canal ICI Radio-Canada. Me habían recomendado que viese este programa porque iba a tratar el caso de Judith Brassard, una quebequense que desde hace siete años cumple una pena en Colombia, condenada en 2008 a 28 años de cárcel por asesinar premeditadamente a su marido. Lo malo aquí es un detalle importante que no mencioné hasta ahora: Judith Brassard no tuvo derecho a un juicio justo. En otras palabras, existe una muy alta probabilidad de que actualmente una persona inocente cumpla una pena de más de un cuarto de siglo.
Lo que me preocupa en este caso, más que en el caso de los dos canadienses a quienes me referí antes, es que en el caso de Judith Brassard, la víctima es una persona corriente, se podría decir. No se trata de una periodista en medio de la acción, como fue Fahmy. No, Judith simplemente entra en el grupo de canadienses que se exilia, voluntaria pero temporalmente, fuera de su país. Millones de canadienses lo hacen anualmente. Sólo tuvo la fortuna – o la desgracia – de conocer al hombre de su vida durante un intercambio estudiantil durante sus estudios universitarios en la década de 1990. La decisión de casarse y salir de Canadá fue suya.
Cualquier persona razonable dudaría de la legitimidad de su detención. Compartí con mi entorno la información que se me proporcionó y la reacción fue siempre la misma: sorpresa e indignación. Sospechosos excluidos, pistas prometedoras no exploradas, falsos testimonios, pruebas insuficientes, o sea un caso que apesta a corrupción … desde el punto de vista de Canadá, esto es inaceptable e incluso inconcebible.
Sin embargo, eso es lo que ocurrió en el juicio de Judith, según me confirmó cuando yo pude comunicarme con ella. Recuerdo ese domingo especial en el que se agolpaban en mi mente tantas preguntas desde que por primera vez tomé conciencia de su historia y en el que tener la oportunidad de satisfacer mi curiosidad sobre este caso me emocionaba.
Sus compañeros de prisión opinan que fue víctima de una trampa. “Todo el mundo sabe que no soy yo”, dice Judith. Demasiado respetuosa para inmiscuirse en las historias de otros, Judith no sabe si es la única víctima de este tipo de complot. Mencionó que en Colombia es muy frecuente encontrarse con delincuentes acusadas de ser cómplices de las actividades de sus maridos, sin pruebas reales. Tal vez en ese país la frecuencia de estas acusaciones sin fundamento sería la norma. Allí a nadie le sorprende una historia de este tipo. ¿La injusticia o las inconsistencias judiciales son cosas cotidianas para los colombianos? ¿Qué significa ser colombiano? Con más de 15 años de residencia en ese país, Judith me ofreció una pista: es vivir en un país hermoso, lleno de vida y de un paisaje prodigioso, un país donde la risa y el baile son algo corriente, donde la gente es amable y los valores familiares y religiosos son muy fuertes. Sin embargo, también es estar sujeto a arbitraje con apariencia de transparencia. Es estar a la merced de un sistema que fortalece los privilegios de los más poderosos a expensas de los derechos humanos. Los líderes guerrilleros, los políticos y las familias poderosas tienen la capacidad de ordenar asesinatos, fomentar chanchullos, sobornar a los jueces para lograr sus fines, sin que haya oposición alguna. Asimismo Judith contaba con un grupo de amigos que la apoyaron y proclamaron su inocencia. Hoy día, se encuentra prácticamente sola. Al principio lo vivió como una traición por parte los colombianos que la apoyaban, pero ahora lo interpreta de manera diferente: “No tenían otra opción.” De hecho, en Colombia, si molestas a las personas equivocadas, puedes desaparecer durante la noche. Los enemigos de Judith, incluyendo su familia política son demasiado fuertes. Un verdadero combate al estilo de David y Goliat.
Sin embargo, en otras ocasiones David venció a Goliat, ¿no? Con un veredicto confirmado por el Tribunal de Apelaciones y la Corte Suprema, con sus recursos internos agotados, ¿qué piedra puede tomar Judith para su honda? A pesar de haber pasado muchos años en Colombia y de su amor por el país, ella sigue siendo canadiense. Debería gozar de sus derechos que le garantizan su condición de tal… ¿no es ésa la definición? Esta “canadiense” sólo recibe dos visitas anuales de su país de 15 minutos cada una. Para asegurar “que como bien y que no me torturan”, lamenta. La posición del gobierno de Harper es que Colombia es un país soberano y, como tal, Canadá no puede intervenir en sus asuntos internos. Posición que no parece haber cambiado en los últimos siete años…
Finalmente, Judith Brassard se describe como resuelta desde hace algún tiempo a cumplir su sentencia. Esto no significa rendirse, sino más bien aceptar una realidad que se está volviendo cada vez más opresiva.
Estamos hablando de una mujer que supo integrar a su carácter lo mejor de dos culturas en una situación poco probable, sin embargo, tristemente común: la fe y el “buen vivir” típicamente colombianos, la comprensión y el respeto canadienses. Sin resentir a sus verdugos ni lamentar su situación. Para mi gran asombro, 28 años de prisión cuando una es madre de dos hijos, cuando todavía se tiene la vida por delante, y ver el tiempo robado por tan gran cobardía, ¡es intolerable! Sin embargo, Judith mantiene una actitud pacífica que me resulta difícil de entender: “Yo no sé en lo que respecta a ellos, pero a la noche yo duermo con la consciencia tranquila,” me dice.
En mi opinión, no sería de extrañar que el campo opuesto también consiga lo mismo. Porque se necesita no tener escrúpulos para quebrar la vida de alguien de esta manera. O tal vez después de más de siete años, es probable que uno se vuelva insensible a su propia consciencia. Y, sin embargo, cuando un gobierno encarcela meticulosamente a personas inocentes – nacionales o extranjeras – en forma chapucera, cuando, en el caso específico de Judith, un gobierno ignora los pedidos de auxilio de sus ciudadanos y no inicia una gestión convincente para que se respeten sus derechos, sea uno colombiano o canadiense, sea que uno esté aquí o en otra parte, ¿cómo puede “dormir bien”?
En principio, los dos sistemas penales, el colombiano y el canadiense, coinciden en la presunción de inocencia y el derecho a un juicio justo y equitativo: dos fundamentos de la justicia a la que, en la actualidad, los gobiernos acuerdan sólo una importancia muy relativa.
Frente a esta infracción flagrante por parte de nuestros representantes está claro que “el respeto a los valores canadienses” recae más que nunca sobre los hombros de los canadienses mismos. En otras palabras, sobre nuestros hombros.